Des-encuentros

Mientras ella subía al tercer piso de un centro comercial cualquiera, él bajaba por la escalera mecánica contigua a la suya. Durante unos segundos estuvieron muy cerca el uno del otro. Tanto, que podrían haberse mirado o haber intercambiado algunas palabras. Sin embargo, no lo hicieron. Ninguno acusó la presencia del otro, porque no se conocían. A pesar de que terminarán amando cada centímetro de la piel del otro y necesitando su contacto para ser un poco más felices, ni siquiera recordarán ese día en el que coincidieron por primera vez. Porque no lo sabían. Él tendrá que pasar un proceso de divorcio, y ella deberá cambiar de trabajo. Entonces se encontrarán, pero no antes. Por eso ahora cada uno sigue su camino. De espaldas, se alejan el uno del otro.

Sigilo profesional

No dije que lo sabía. Cuando llamó para contármelo, yo ya estaba subiendo al taxi, así que lo tenía todo decidido. Simplemente le dije que no podía creer que nos hubiera tocado la lotería, que qué bien, y que en cinco minutos estaría en su casa para celebrarlo. Cuando me despedí, noté que el taxista había estado pendiente de la conversación. Sonriente, trató de felicitarme, pero lo interrumpí enseguida y ya no volvió a dirigirme la palabra hasta que llegamos. En la media hora que duró el trayecto, sólo se escuchó una frase: “al aeropuerto, por favor”.

(Relato escrito para el concurso Relatos en Cadena: escueladeescritores.com/concurso-cadena-ser. La frase de inicio debía ser "no dije que lo sabía")

Papiroflexia

Siempre le había gustado la papiroflexia. Cuando era pequeña, su padre le había enseñado algunas formas básicas, como el clásico avión, el barco, o la pajarita. A partir de ese momento, siguió investigando por su cuenta nuevas formas de transformar el papel, convirtiendo cada pedazo que caía en sus manos en algo sorprendente. En pocos segundos, las servilletas de las cafeterías se convertían en una flota improvisada, y las cartas del banco pasaban a ser un zoológico de lo más variopinto, donde un elefante y una paloma podían convivir junto a un dragón o un brontosaurio
Una tarde, como tantas otras veces, tomó el papel que tenía ante ella y lo dobló por la mitad. Luego, siguió ensayando nuevos pliegues, hasta obtener una figura. Poco convencida, observó el resultado y frunció el ceño. Uno a uno, desanduvo todos sus pasos hasta tener entre sus manos un trozo de papel arrugado. Lo contempló durante unos instantes, y lo guardó en el cajón de su mesa de noche, a la espera de un nuevo intento.
Sin embargo, sabía que jamás conseguiría transformar ese papel. Por muchos dobleces que hiciera, seguiría siendo lo mismo: una nota escrita por su padre justo antes de quitarse la vida.

Confusión

Él era miope y despistado, y por eso trataba de compensar su total ensimismamiento con grandes dosis de planificación. Nunca dejaba algo al azar, todo en su vida estaba medido y calculado con precisión.
Mantenía desde hacía tiempo una relación estable con la hija de su jefe, una mujer tranquila, de hábitos también predecibles -es decir, una mujer acorde a las circunstancias. Tenían por costumbre ir juntos al cine los domingos, siempre a la misma hora. Sin embargo, aquel día ella no se presentó.
Durante unos instantes él se sintió confuso, frustrado, pero decidió continuar con sus planes como si nada hubiera ocurrido. No había nada que le irritara más que lo imprevisto…
Cuando se apagó la luz de la sala, la vio entrar y le hizo señas para que acudiera a sentarse a su lado. Él suspiró aliviado pues todo parecía volver a su cauce normal… Todo salvo un detalle, y es que la chica que se había acomodado en la butaca de al lado y que ahora le miraba con ojos tiernos no era ella.
“Por fin te has decidido”, le susurró al oído una voz insinuante. Por toda respuesta recibió una mirada llena de asombro. Reconocía a la mujer sentada a su lado, pues eran compañeros de trabajo, y sabía que ella sentía atracción por él, pero nunca había hecho caso de sus insinuaciones más o menos manifiestas. Y ahora la tenía sentada a su lado y le permitía que se abrazara a él... La situación le parecía tan descabellada e irreal que no podía ser cierta. Sumido en la confusión, se mantuvo callado toda la película.
Cuando salieron del cine ya había anochecido. Un escalofrío recorrió la espalda de él, no tanto porque su abrigo era insuficiente como por el desasosiego de no saber qué hacer. Se sentía culpable, y no se creía capaz de aclarar la situación. Al fin logró articular una pregunta: “¿Cómo actuaremos mañana, cuando lleguemos a la oficina?”. “¿Mañana?”- preguntó ella a su vez- “Mañana es domingo”.

Tengo un problema

Desde hace poco tiempo he notado que, cuando me pongo los zapatos, siempre empiezo por el derecho. Y lo mismo me ocurre con los calcetines y con los pantalones. Sin embargo, soy incapaz de hablar por teléfono sosteniéndolo con la mano derecha, y al peinarme empiezo siempre por el lado izquierdo. Nunca cambio. Y eso me preocupa, porque con los años las tendencias que tenemos se acentúan. Y yo no quiero convertirme en un maniático... Tengo que hacer algo, y tengo que hacerlo ya. A partir de hoy, comenzaré a hacerlo todo por el mismo lado. Lo que no tengo claro es si empiezo por el derecho o por el izquierdo.

Derecho de admisión

Cuando aquella mujer entró en la cafetería, nadie le prestó atención. Sin embargo, el dueño del local la veía con otros ojos. Aquí no puedes estar, le dijo. ¿Por qué no? Pues porque aquí no quiero prostitutas. Las miradas de los clientes se dividieron en dos bandos, unas hacia el suelo, otras hacia ella. Pero yo sólo quiero desayunar, replicó. Aquí no. Antes de irse, intentó un último ruego: pero Miguel...