El Sr. Díaz

   Todos crecimos alrededor del Sr. Díaz. En algún momento de la niñez, todos trepamos a la base de su escultura o jugamos a la pillada alrededor de ella. Luego, cuando la edad hizo poco prudente mantener estos entretenimientos, la plaza donde se ubica la sufrida estatua se convirtió en un recurrente punto de encuentro. Sentados en sus bancos, los habitantes de Santa Cruz de La Palma observamos al Sr. Díaz y a los niños que nos sustituyeron, mientras aguardamos pacientes lo que ha de venir.


3 comentarios:

angel dijo...

Todos tenemos un señor Díaz en nuestra vida, allí donde la niñez creció con nosotros, y se hizo adulta, educada y de buenos modales, en un entorno siempre de espera; espera a crecer, a que lleguen los amigos, a entrar en la escuela, a la hora de la misa, a las fiestas, a subirnos a los coches chocones, a vivir y a morir. Cuando mi padre enfermó, con mis doce años me fui al Corral de Celia, una huerta donde detrás de unos goros que criaban cochinos, teníamos una guarida los amigos. Escondíamos de todo, bueno y malo, y allí teníamos lo prohibido que en casa no podíamos guardar.
Cuando oí la fatídica expresión "ha muerto", no hay nada que hacer. Oculté mis oídos con las manos, cerré los ojos y me escondí. Esperaba que aquello no fuera la verdad tan dura y cruda que no quería ni oír, ni ver, y entonces me escondí de mí mismo en ningún lugar. Un beso.

angel dijo...

Todos tenemos un señor Díaz en nuestra vida, allí donde la niñez creció con nosotros, y se hizo adulta, educada y de buenos modales, en un entorno siempre de espera; espera a crecer, a que lleguen los amigos, a entrar en la escuela, a la hora de la misa, a las fiestas, a subirnos a los coches chocones, a vivir y a morir. Cuando mi padre enfermó, con mis doce años me fui al Corral de Celia, una huerta donde detrás de unos goros que criaban cochinos, teníamos una guarida los amigos. Escondíamos de todo, bueno y malo, y allí teníamos lo prohibido que en casa no podíamos guardar.
Cuando oí la fatídica expresión "ha muerto", no hay nada que hacer. Oculté mis oídos con las manos, cerré los ojos y me escondí. Esperaba que aquello no fuera la verdad tan dura y cruda que no quería ni oír, ni ver, y entonces me escondí de mí mismo en ningún lugar. Un beso.

Belén Lorenzo dijo...

Gracias por este comentario tan lleno de sentimientos, de vida... Cuando escribí el cuento pensé que todos teníamos alguna plaza, y aunque yo escribiera sobre la mía, cada uno pensaría en la suya. Pero igual que hay plazas, existen también otros sitios que nos vieron crecer inevitablemente y, probablemente, unos más pronto que otros.
Un beso, Ángel, y un abrazo fuerte.